Otras
veces hemos traído a esta sección las particulares costumbres de algún
grupo humano remoto como los Wachosti de Malawi, que se untan los
genitales con la saliva de las hembras de sus poblados, o la tribu de
los Añugo de Centroamérica, que adoran cual divinidad un intacto (y
todavía en su envoltorio) adminículo metalizado que quedó extraviado
tras la convulsa estancia de una primatóloga australiana.
En esta ocasión quiero hablaros sobre el desconocido Festival del Estreñimiento de los Powpo.
Es
Irian Jaya una de esas regiones ignotas, tierra llena de contrastes,
que alberga en sus vírgenes valles poblaciones desconocidas por el
hombre civilizado. En uno de los más fértiles, en el extremo más
austral, habita una tribu que organiza una celebración evacuatoria harto
singular. No tiene una fecha prefijada pues carecen del sentido
temporal que nosotros conocemos pero aproximadamente cada dos años,
cuando los ñames y las batatas parecen alcanzar un tamaño inusitado y
los cerdos que hozan en los huertos presentan una capa de grasa
especialmente consistente, se inicia una orgía gastronómica que tiene
como único objetivo ingerir la mayor cantidad posible de alimentos.
Frutas, cereales, manteca de coco, insectos, todo es poco en esos días
para el apetito insaciable de un powpo desatado. No resulta extraño ver a
los varones adultos, los únicos con derecho a participar,
atragantándose con un ave del paraíso o comiendo, golosos, un puñado de
gordos gusanos que derraman sus jugos manchando barbillas y haciendo
las delicias de los más pequeños de la aldea mientras sueñan con el día
en que puedan unirse a sus mayores.
Ocho, nueve jornadas, hasta
dos semanas se prolonga este ritual que no es sino preparación para el
gran día, el Ahhhhhh ceremonial.
Se aclara una porción de bosque
primario y en el calvero resultante se disponen parejas de postes de
alturas diferentes, pero siempre superiores a media pierna humana.
Cada
participante, ayudado por las mujeres de su familia, se dirige al
emplazamiento elegido. Su caminar es muy típico de la trascendencia
mística del inminente momento: muy juntas las rodillas, dando pequeños
pasos con prudente desplazar de sus pies encallecidos, una mano
sujetando el prominente estómago mientras con la otra tapa la
desguarnecida retaguardia. Es este un baile sagrado que dura muy poco
para los espectadores al evento pero que se comprende agónico en las
miradas de los contendientes. No es raro que alguno fracase en ese
postrero esfuerzo y caiga inane, inanimado y mortalmente pálido, como
pelaje de fungusino cavernoso, en medio de un silencio reverencial.
Con
la ayuda de una rudimentaria grúa son izados los restantes y dan
comienzo los preliminares de lo que se adivina una actividad titánica
por ser largamente demorada. Muecas, gestos, algún “la virgen” entre el
público, herencia sin duda de algún misionero hispanohablante,
sustituyen el anterior letargo.
Los menos productivos, y que irán
a engrosar las filas de los grupos de menor categoría (despiojadores,
músicos, colchones humanos), revierten a la naturaleza cantidades
inferiores a la altura del poste por el que apostaron. Algunos se
aproximan a su objetivo, se ganan el derecho a ser guerreros y pueden
disfrutar de los botines de las incursiones en aldeas vecinas, teniendo
especial cuidado, eso sí, en elegir adultos que nunca hayan participado
en ceremoniales similares.
Sólo uno, el Dxager AO o Gran Hombre
Rojo por el rubor extremo que semejante esfuerzo confiere a su aceituno
rostro, es capaz de salvar la abismal distancia que media del suelo al
negro pozo de su idiosincrasia. Excepcionales son las ocasiones en que
el triunfador exige calzos de madera para elevar, más aún si cabe, la
magnificencia de su descarga.
Pocos ojos occidentales, tal vez
tan sólo los del que os brinda este relato, han contemplado maravillados
la majestuosidad de esta comunión cósmica y, a la vista de en lo que
consiste el posterior banquete, menos aún se atreverán a incluirlo entre
sus destinos predilectos.
¡Menuda cagada!
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